"¿De verdad alguien te aguanta?" En ese momento tu corazón dejó de latir durante a penas un segundo. Sequedad en la garganta que impedía el paso de la saliva. Y la quemazón en la cara, como si te acabasen de dar la hostia que te dejará marca para el resto de tu vida. Sólo encontraste refugio en tus zapatos. Ahora te da miedo abrir la boca, tienes pánico a que te miren como si de ser un bicho se tratase. Pides perdón constantemente y no miras a los ojos con firmeza, por si vuelven a pisarte. Y yo; yo podría sostener tu mirada durante más de mil horas, escucharte hablar de ti más de dos mil, y cuidar de cada rincón de tu ser eternamente. Incluso llegarás a cruzarte con quien no pueda sujetar toda tu luz, tu grandeza y la paz de tu presencia, básicamente porque no saben sujetarse a ellos mismos. ¿De verdad sigues pensando que nadie querría aguantarte?
Volar y volar. Sólo que vueles, conmigo, a cada escurridizo momento, no dejes escapar la oportunidad. Vuela... vuela. Déjate vencer por la seda húmeda que va dejando su huella sobre tus alas, acariciándolas y preparándolas para el despegue. El constante sentimiento de águila sobre las nubes, rozándole tus plumas. Montañas serenas, azotadas por el calor de su lava, amenazada por el viajante, insistente, que molesta sus entrañas, que acaban en erupción ardiente. Vuela como nadie sabe hacerme volar, volando juntos al tiempo, vuela mientras sueñas que volando estás. Llegarás a la cima.
Se hallaba apoyado en el marco de la puerta, a pocos metros la cama, gris, deshecha, triste e iluminada por la sutil oscuridad que aún contenía el poco brillo que se colaba entre las nubes aquella noche. A lo lejos las piezas de cerámica esparcidas por el suelo, sobre un charco de agua y flores a punto de desvanecerse. Y la ventana cediéndole el paso a la cruel tormenta, que dejaba su huella sobre el suelo y el destrozo, manchando el crimen con lágrimas dulces y frías, inundando el habitáculo de relámpagos, furia, soledad y estruendos tan brillantes como aterradores. Aquella imagen aparecía sin previo aviso cuantas veces le placía, perturbándole el sueño y el vivir, pues vivir así no es más que morir sin muerte y vivir matando a la vida inerte. La llegó a reconocer en el espejo de tantas veces que la había divisado en mente, la muerte se adueñaba de su cuerpo y supo que moriría. Moriría si no salvaba a las flores moribundas, si no cerraba la ventana que un día abrió inc
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